-La Caja Books-

   Un ensayo que bien podría ser un álbum de fotos por revelar, o de fotos que aparecen y desaparecen, mutan, se ensucian, pierden el color original o se inclinan unos grados; un ensayo terriblemente poético, un ensayo precioso como un tesoro de cofre sin identificar que contiene siete capítulos y unas notas extendidas desde la generosidad de su autor para facilitarnos apenas un pedazo de su mente ágil, constructora de una obra cuya superficie es mucho más sencilla de cuanto puede albergar detrás, de fondo, en su interior o bajo sus cimientos, pues se intuye, la obra completa sumando proceso y resultado, infinita.

   Partimos de la prosopagnosia que padece Juan Gallego Benot para situarnos en el kilómetro cero de su mirada: una visión que comparte con la magia la necesidad -pero el encanto intrínseco- del truco. Quizás el término “lucidez” se quede muy corto o al margen desterrado cuando aflora una necesidad y el talento para reconocer y describir lugares representa una constante ejercitada lejos de lo finito de la brillantez más o menos espontánea. Así, gozamos de las habilidades narrativas de un fläneur puro, esto es, de un paseante que sobrepasa la idiosincrasia del “caminar sin rumbo” para abrazar la inercia que sus pasos van tejiendo. 

   Hallamos mitología, ciudad, ciudad, ciudad, hallamos urbanología -nos encanta leer esta palabra deteniéndonos en cada sílaba- y escuchamos la canción homónima de Nach mientras leemos a Benot, cuya mano notamos suave, amable, suficientemente cálida como para fiarle nuestro avance calle arriba-calle abajo. Hallamos inercia o directamente reminiscencia desde Las cañadas oscuras, aquel magnífico ejercicio poético que hoy redescubrimos en las menciones a ríos, inundaciones, pérdida de la noción del espacio/su orientación y a su específica forma de trabajar la ciudad desde el lirismo.

   Dicho poemario nos transportaba a un cosmos muy personal, con un simbolismo poderoso y tierno, no demasiado retirado de otro libro que nos maravilló al mismo nivel: Los reales sitios, de Juan de Salas, a quien Benot dedica el sexto capítulo de La ciudad sin imágenes. Es el libro de los Juanes -de Benot a de Salas pasando por Juan Sebastián Bollaín o Juan de la Cruz- y está compuesto por: 1. Diagnóstico; 2. El refugio; 3. El Monumento; 4. La inundación; 5. Calle Menor; 6. La excursión; 7. Las ruinas del campo.

   Ambas joyas -aquellas cañadas, aquellos sitios- comparten ciertas cuestiones con la tercera pata de esta mesa coja, que no es otra que la producción editorial de Adrián Fauro hasta la fecha, es decir, el libro de poemas Odio la playa y el libro de relatos Mare meua. En el ensayo de Benot emergen Roma -como lugar, como ciudad, pero también como plaza histórica para el devenir espacio-cultural hispánico-, Londres -quizás la gran capital de la obra en leve conflicto de distinción con Sevilla- o Madrid, pero además lo hacen la masificación, el hacinamiento, el turbio sentido de “lo cosmopolita”, el turismo, el reparto desigual de intereses ecocomerciales o, por supuesto, la cuestión política de la ciudad como valor, bien, producto, icono y significante.

   Tales discusiones, que se extienden jugosas entre líneas, con una sutileza dulce, lucen cuando tocan con sus dedos la Historia: la inundación sevillana y otros tantos sucesos a lo largo del recorrido de las polis y las civilizaciones trufan de concreción, acaso de cierta solemnidad, el desarrollo de la poesía como base discursiva, como caja de herramientas, en realidad. Arquitectura y diseño se presentan como dos enlaces permanentes a la cuestión del constante cambio, a la cuestión de la transición de épocas y, desde luego, a la cuestión de la belleza -y la subjetividad-, mientras Benot comparte con sus lectores “lo más real de todo cuanto nos cuenta”: sus revisiones médicas en torno a su enfermedad.

   Es esta sensación, maximizada en la idea del narrador de ficción o poco fiable, una de las más divertidas de tantas propuestas a raíz de la lectura de La ciudad sin imágenes: Juan no ejerce de guía, ni de lazarillo, ni de sabio profesor de geografía interesado en compartir sus peculiares hallazgos urbanos, sino que se sitúa mucho más cerca del fabulador, de quien hila un mapa de mundos posibles que solo pueden ser reales a través de una mínima cantidad de fantasía, que lima las plantas de los pies a la verosimilitud. Entonces, dadas sus propias condiciones: ¿Benot se inventa una ciudad? No; no exactamente: Benot crea su propia ciudad y nos la traduce a una versión accesible -amén de su esplendorosa forma de expresarse y comunicar-, lo cual implica para nosotros los lectores un acto de fe y un trato con el portador de las imágenes escogidas. Un trato en el que ganamos muchísimo más de lo que cedemos.

   Pero conviene apuntar otra cosa: Benot no adscribe su manera de contarnos el espacio a una búsqueda de belleza per se, a un absurdo sentido de responsabilidad estética o manejo de expectativas e idealismos; más allá de personajes ilustres -algunos cameos nos resultan fascinantes, otros hilarantes por geniales y otros grotescos por documentados- que arrastran sus cuerpos reales por la vida de esas urbes, Benot se esfuerza en el retrato de la crudeza, de la ponzoña, de la imperfección en una oda pasolinesca a la ciudad como lugar amargo, triste, gris, bruto. Y encuentra el modo de hacer de ello una experiencia hermosa.

   Concluimos con una marcada nostalgia por lo leído un libro que se siente una pieza de toda una serie probable: la mano de Juan Gallego Benot y la sede de La Caja Books -muchas gracias, Raúl, por la confianza- podrían suponer una alianza interminable de episodios de nuestro poeta andante, ya convertido en un personaje, un héroe o un brillante punto negro en el GPS. Nos conformaremos con cada relectura.  

Altavoz Cultural

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